lunes, 23 de febrero de 2015

Entrevista Jose Manuel López Lorenzo

Jose Manuel: 1959 - 2015


        Jose Manuel López Lorenzo (Serín, 1930) nos recibe en el corredor de su casa tranquilo, parsimonioso. Sus casi ochenta y cinco años no han acabado con sus buenas maneras, ni con su sentido del humor. "Hay que dejar paso a la juventud" nos dice riéndose mientras nos insta a pasar al salón en el que Herminia, su esposa desde hace cincuenta y cinco años, nos ha preparado café. Jose se sienta y nos mira con unos ojos venerables y pacientes, de más de lustro y medio.

        Huérfano a los tres años, comienza a trabajar a los nueve en la casería de unos familiares a cambio de nada más que comida caliente; hasta que, a los quince, harto, decide probar suerte en la construcción. Irá medrando poco a poco: construye una casa para vivir con su mujer y entra a trabajar en Ensidesa con veintiocho años, donde se jubilará como oficial de primera treinta y dos años después. Hoy sus dos hijos son profesores de universidad, y Jose Manuel encarna la superación personal y la lucha por la supervivencia de los niños de la posguerra. Su experiencia vital hace que emita frases luminosas sobre la recesión que vivimos, sin haber leído nunca un libro de economía (ni de muchas otras cosas). Con él conversamos:

- Buenos días, Jose Manuel, muchas gracias por recibirnos. ¿Cómo se siente usted? ¿Cómo ve Gijón, después de tantos años aquí?

- Pues viejo, ¿cómo voy a sentirme? -Se ríe animosamente-. La ciudad cambió mucho desde que yo la conozco. Yo recuerdo el tranvía, las romerías, los cines al aire libre... El piso en el que (ahora) vivimos está encima de donde estaba la casería en la que yo iba a comprar leche de guaje, y eso impresiona.

- Cuéntenos sobre su infancia.

- Mira... yo nací en Serín, en la aldea, en 1930. Mi padre murió en 1933, y mi pobre madre no podía mantenerme sola, por lo que me mandó con unos parientes suyos, que tenían una casería en San Andrés (De los Tacones). Fui a la escuela entre los cuatro y los seis años, donde aprendí a leer, a escribir, a sumar, a restar, a multiplicar y a dividir. En la casería crecí yo, trabajando desde los nueve años de edad, levantándome todos los días a las cinco de la mañana para llevar las vacas de un prado a otro, recogiendo patata... A cambio, nada más que comida caliente: fabes con boroña todos los días, pero eso entonces era mucho. El problema era que tratábanme mal mis primos mayores, pegábanme; allí nunca me sentí en mi casa, por lo que en 1945 marché a Gijón a trabajar en la constructora.

- ¿Cómo era su casa entonces?

- Cuando murió mi padre, mi madre no pudo mantener la casina donde vivíamos, por lo que nos tuvimos que mudar con una tía que había quedado soltera, en Gijón, cerca del Natahoyo. Tenía solo una habitación separada de la cocina por una cortina. La habitación tenía dos camas: una para mi madre, para mi hermana Enedina y para mí; la otra para mi tía. No había radio, ni lavadora, ni nada.

- ¿Cómo ve los cambios que ha vivido aquí? ¿Han sido para mejor?

- Sí, la mayoría sí, pero mejorar algo siempre tiene sus cosas: la cantidad de pisos que se hicieron los últimos diez años y que están vacíos... es algo que sólo puede entenderse de gente que no pasó nunca frío, ni hambre. Cuando yo era pequeño, valorábanse más las cosas, como había días que teníamos que ir por el bosque a por castañas para tener algo en la barriga... no se hacían estas tonterías, pero claro, no era lo mismo.

        A veces no nos damos cuenta de todo lo que nuestros abuelos tienen que contarnos, ni de lo que pueden enseñarnos sobre los tiempos que corren.

- Eso que acaba de decir tiene mucho sentido. ¿Cómo se ve la crisis actual desde unos ojos que han visto hambre y miseria?

- Pues, siendo sincero, no se entiende muy bien, porque... hace diez años estábamos "como queríamos": venga a construir aeropuertos, vías de tren, bloques y bloques de pisos... Y ahora, de repente, hay familias que lo están pasando muy mal, chavales que no pueden ir a la universidad, gente joven marchando a Alemania y a Inglaterra -como hace 40 años-. Y enciendes la tele y dicen los políticos que es por culpa nuestra, por no saber verlo venir. Pero es que eso no puede ser, la gente no lo vio venir, pero tampoco es su trabajo. Es como si yo, que era soldador, me muero de cáncer, y mi médico le dice a mi mujer que la culpa fue mía, que no lo vi venir. Los políticos se echaban flores cuando el país iba bien, pero ahora que va mal... lo de siempre. A mí dame miedo.

- ¿Miedo?

- Sí, porque salen noticias de partidos fascistas por Europa: la extrema derecha francesa, la holandesa; y por otro lado, los comunistas griegos... Y yo viví una guerra, una posguerra, y vi Alemania poco después de que acabara la II Guerra Mundial, porque mi hermana, que quedó soltera, se había marchado a trabajar allí. Y sé lo que es eso, todavía sueño con el ruido de los bombardeos, y me acuerdo del miedo a encontrar un amigo muerto en el muelle, del asco al ir girándoles la cara a los cuerpos para ver si los conocías, de las ratas por la ciudad. Y no quiero eso para mis hijos ni para mis nietos. Y estamos a tiempo de arreglarlo. Solo hay que trabajar juntos como país. Pero para eso hay que mirar más allá del (propio) ombligo; y saber compartir, como los de mi generación cuando éramos mozos.

        En nuestra ajetreada vida metropolitana, ignoramos a nuestros ancianos, como si su condición fuese una especie de angustioso preámbulo a la muerte. Sin embargo, aunque tendamos a pasarlo por alto, las personas mayores son un tesoro que como tal debemos de venerar. A ratos alegres, a ratos taciturnos, son testimonio vivo de la historia; sus arrugas nos permiten preservar la esfera de pensamiento de otro tiempo. Que, a veces, puede ser tan valiosa o más que la nuestra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario